viernes, septiembre 19

El fin del "principessa Mafalda"

Hecho en base a un articulo de Miguel Angel Scenna, publicado por Todo es Historia del mes de marzo de 1968 (Año II Nº 11), en "Todo es Historia", con agregados de O. Sidoli

El 25 de octubre de 1927 fue un hermoso día de primavera para los porteños. Jornada tranquila, apacible, serena; tan apacible y serena como los tiempos que presidía gallardamente don Marcelo de Alvear, con su estampa de prócer y “su estupenda calva de senador romano”.

En las redacciones de los diarios se aprestaban a concluir el día en blanco, y a presentar a los lectores de la mañana siguiente la crónica de una jornada opaca, corriente, antiperiodístico. Era un día más sin historia, destinado a sumarse en el olvido.

En la calle San Martín, a pasos de Corrientes, corta la oscuridad de la vereda el tajo de luz de las puertas de “La Nación”. Uno tras otros van saliendo por ellas periodistas y redactores, terminada la jornada. Las máquinas ya comienzan su trajín de ruido y tinta. La composición del número correspondiente al 26 de octubre ya ha concluido.

Adentro quedan el secretario, dos redactores y un corto grupo de cronistas con el periodismo en el alma, que se demoran en esas altas horas de la noche, revoloteando sin nada específico que hacer, como retobándose a dejar el ambiente pegadizo que envuelve a todas las redacciones. Y de pronto, como una tromba, entra alguien de la sección cables, agitando un papel en alto y gritando: -¡Naufragó el Mafalda!-. Y la bomba estalla en el semivacío edificio, galvanizando a todos, golpeando al periodista en lo más sensible de su vocación, convirtiendo un lugar que planeaba hacia el reposo en un torbellino de actividad que de inmediato se convierte en una carrera contra el reloj.

El escueto cable de Asociated Press dice: “Río de Janeiro, 26. El paquete Principessa Mafalda naufragó en las costas de Bahía ayer a las 19.15. Han sido salvados 400 pasajeros de un total de 1600”. Y la media docena de trasnochadores se zambulle de cabeza en el trabajo. La noticia, mejor dicho, la primicia, debe salir indefectiblemente en el número que en esos momentos se está imprimiendo. Alguien corre a agenciarse una foto del buque hundido; otro se arroja en busca de más precisiones sobre el lugar del siniestro, dato que ya viene en un segundo cable: ocurrió a los 16º48’ de latitud sur y 37º41’ de longitud oeste. Y mientras un redactor aporrea una sufrida máquina a velocidad apenas subsónica bosquejando la nota, otro corre a la sección policía, descuelga un mapa de Sudamérica, busca febrilmente entre paralelos y meridianos, toma un calco de la costa brasileña y marca con una hermosa cruz malteada el sitio de la catástrofe.

Un cronista de sociales intenta comunicarse con la compañía naviera, Navigazione Generale Italiana, a la que pertenecía el Mafalda. Resuenan los timbrazos en las desiertas oficinas. Atiende el sereno. No, no hay nadie; el secretario de la compañía, señor Bafico, se retiró a las 0.30 de su despacho. ¿Recibió alguna noticia especial de los buques en navegación? No, el señor Bafico había trabajado hasta tarde, pero se había despedido sin novedades. Al llamar al domicilio del señor Bafico nadie contesta, imposible dar con él. Son las tres de la mañana cuando el periodista logra entrar en contacto con el gerente de la compañía, Gilberto Brunelli, que duerme apaciblemente y despierta para recibir el susto de su vida. No sabía nada. No, no es posible que el Mafalda llevara a bordo 1600 personas. A lo sumo 800. ¿Tenía a mano el señor Brunelli una lista de pasajeros? No, no disponía de ella y no podría tenerla antes de 24 horas.

El reloj marca las cuatro cuando es ubicado el director general, Esteban Gras, también ignorante del desastre. En la negrura de la noche tiene lugar una lúgubre reunión en las oficinas de Navigazione Generale. Rostros demacrados, sin afeitar, preocupados. Gras alienta la esperanza de que todo sea una falsa alarma. Recuerda en voz alta que años atrás se dio por perdido al Mafalda, precisamente en el mismo lugar donde ahora dicen que se ha hundido. Pero los cables siguen llegando inexorables y ratifican el desastre. El buque ha desaparecido frente a las costas de Abrolhos, zona sumamente peligrosa para la navegación. ¿No habrá chocado el Mafalda con una roca? Gras rechaza la idea, el capitán del Mafalda es un viejo marino con larga experiencia; conoce esa región como la palma de su mano; imposible que haya chocado con un escollo. Y en esto el señor Gras tiene razón.

Las luces del 26 de octubre comienzan a teñir las calles porteñas. Un grupo de agotados y satisfechos periodistas se dispone a tomar una tardía cena -¿o temprano desayuno?- y esperar los acontecimientos. Les fue premiado el esfuerzo. Poco después los canillitas vocean la primicia absoluta de “La Nación”, cuya primera página despliega a todo lo ancho el anuncio “El Principessa Mafalda naufragó cerca de Bahía”. Debajo, a cuatro columnas y en negrita, los primeros telegramas recibidos, una fotografía del buque y el famoso mapita con la cruz, urgentemente bosquejado.

La noticia causó sensación en Buenos aires, donde el “Principessa Mafalda” era abundantemente conocido. Veterano de los muelles porteños, el buque italiano llevaba 19 años uniendo las costas ligures con las platenses, y si bien su categoría había disminuido con el tiempo, superada por naves más modernas, aún gozaba de la preferencia de muchos viajeros.

Construido en los astilleros de la Societa Ejercicio Bacini, de Riva Trigoso, el “Principessa Mafalda” fue la gran nave de su tiempo, única capaz de unir Italia con Argentina en catorce días. Construido en 1908 y botado en Nápoles en abril de 1909, el 25 de octubre de 1927 cumplía su nonagésima travesía. Un año antes, Carlos Gardel había sido uno de sus ilustres pasajeros en un viaje a España. Bautizado en homenaje a la princesa italiana Mafalda de Saboya, nacida en 1902, hija del Rey Víctor Manuel III y de la Reina Elena, esta nave perteneciente a Navigazione Generale Italiana Societá Riunite Florio & Rubatino, que había perdido varios años atrás a su nave gemela el “Principessa Jolanda”.

Era un impresionante trasatlántico de 9210 toneladas, que medía 485 pies de eslora y 55,5 de manga, destinado a cubrir el itinerario Génova-Barcelona-Río de Janeiro-Montevideo-Buenos Aires. Su viaje inaugural al Plata fue motivo de encandilados comentarios: era el primer paquete de gran lujo que uniría estas costas con el Mediterráneo, y poseía el privilegio de ser uno de los buques más veloces de su tiempo. A partir de ese momento fue la nave predilecta de las familias pudientes argentinas, uruguayas y brasileñas que viajaban al viejo continente, y un constante introductor de inmigrantes en sus travesías de regreso.

Ostentaba además el orgullo de un mérito histórico, ya que en 1908 fue utilizado por Guillermo Marconi para realizar experimentos radiotelegráficos tendientes a probar los efectos del sol sobre la propagación de las ondas, y a su bordo determinó que las comunicaciones se cumplían mejor de noche que de día.

Pero eso era historia antigua. Los años no pasaban en vano, y la superioridad técnica alcanzada por la industria naviera dos décadas después, indujeron a la Navigazione Generale Italiana a radiar de servicio al “Principessa Mafalda” cuando cumpliera los veinte años, de modo que en octubre de 1927 se preparaba para su último viaje (que lo fue en realidad, aunque no por designios humanos).

Desde 1924 la nave estaba a las órdenes del capitán Simón Guli, todo un viejo lobo de mar a los 55 años de edad. Como que se había iniciado casi de niño allá por 1887, cruzando el Atlántico en buques de vela que tardaban cuatro meses en llegar a Buenos Aires. Había recorrido todo el escalafón marinero, navegando primero en rudos cargueros y luego en navíos de pasajeros cada vez más mundanos y rumbosos. Era hombre de absoluta confianza para la Navigazione Generale, compañía en la que llevaba treinta años, y su reconocida pericia le había valido el comando del buque escuela “San Erasmo”, que servía a la compañía para completar el aprendizaje de pilotos y oficiales. Previamente al Mafalda había ocupado el puente de mando del “Duca degli Abruzzi”, que en esos momentos se hallaba en Buenos Aires.

Guli preparaba la inminente travesía, cuya partida estaba fijada para el 11 de octubre hacia el mediodía, con cierta preocupación; las máquinas del Mafalda no se portaban muy bien, y los arreglos dispuestos y ejecutados no terminaban de convencerlo. La misma compañía pensó en un momento dado en suspender el viaje y radiar del servicio al “Mafalda” sin someterlo a otra navegación de altura. Se esgrimiría la excusa de la escasa venta de pasajes de cámara, y de esa manera se propuso gentilmente a los pasajeros de los camarotes de lujo ser transferidos al “Giulio Cesare”, también a punto de zarpar hacia Buenos Aires. La rica familia brasileña Da Cunha canceló el pasaje en el “Mafalda” y se trasladó al otro buque, pero el argentino Luis Felipe Mayol se negó al cambio. Había viajado muchas veces en el “Mafalda”, se sentía muy a gusto en él y no veía razones para cambiar de parecer.

Sea por lo que fuere, se siguieron expendiendo pasajes y se resolvió cumplir el viaje. De esa manera se dispusieron a embarcarse el profesor Gigli, presidente del Instituto de Estadística de roma, que viajaba a Río de Janeiro especialmente invitado para desarrollar un ciclo de conferencias; un importante representante de la casa Cinzano; el doctor Cherubini, médico mendocino, acaudalado propietario de viñedos, y dos marinos de la dotación de la fragata “Presidente Sarmiento”. En efecto, al pasar por Génova el buque escuela argentino, desembarcó al cabo principal José Santororo y al conscripto Anacleto Bernardi, convalecientes ambos de neumonía. El comandante de la “Sarmiento” había dispuesto la devolución a la patria de los dos enfermos, y el 11 de octubre se embarcaron en el “Mafalda”, dispuestos a una placentera travesía de descanso en condición de pasajeros, lejos del trajín y las responsabilidades marineras.

También fue embarcado en el “Mafalda” un suculento cargamento de 250.000 liras en oro, celosamente custodiadas por cinco fornidos policías, que el gobierno italiano enviaba al argentino.

La mañana de la partida ascendieron por la planchada 62 pasajeros de primera clase; 5 de ellos iban a Río, 16 a Santos y 41 a Buenos aires. 83 pasajeros ocuparon camarotes de segunda clase, 10 con destino a Río, 20 a Santos y 53 a Buenos Aires. A ello se sumaba un pequeño hormiguero de 838 pasajeros de tercera, casi todos inmigrantes, la mayoría con destino a la capital argentina, buena parte de los cuales pertenecían al tipo “golondrina” que llegaba para levantar la cosecha, juntar unos pesos y volver a la patria.

A los 973 pasajeros se sumaban 288 tripulantes, lo que ascendía a 1261 el número de personas a bordo del “Principessa Mafalda”.

Así llegó y pasó el mediodía del 11 de octubre, sin que el “Mafalda” dejara los muelles genoveses. Con diversas excusas los oficiales calmaron la impaciencia del pasaje, mientras en las entrañas del buque un ejército de mecánicos trabajaba afanosamente para terminar de poner en condiciones las máquinas, que parecían refractarias a toda compostura. Finalmente, al atardecer, siendo ya las 18 y con cinco horas de atraso, comenzó el trajín de zarpar. Acodado en la borda, Santororo vio bajar apresuradamente un enjambre de sudorosos mecánicos. Su condición de marino le permitió comprender en el acto que algo no andaba bien en el cuarto de máquinas y que el atraso se debió a averías.

Lo que ignoraba Santororo es que el comandante Guli tenía orden de navegar a velocidad de crucero corriente, pese a las condiciones del barco. Y, naturalmente, las cosas empezaron a andar mal tan pronto perdieron de vista las costas ligures. Llegaron con atraso a Barcelona y allá debieron detenerse 24 horas para arreglar una bomba.

Al seguir viaje, las cosas no mostraron mejoría. Las vibraciones del buque eran anormales, y tan intensas que molestaban permanentemente a los desdichados pasajeros alojados en la popa, hacia babor, al punto de convertirse en tortura.

Dejaron atrás el Mediterráneo y se encontraban a dos días de Gibraltar cuando la máquina de babor dejó de funcionar. Guli ordenó detener la nave, que permaneció seis horas al garete, en tanto buscaba solucionar el desperfecto. No lo lograron, y el “Mafalda” siguió viaje con una sola máquina, navegando en esa forma un día entero, ligeramente escorado a babor. La situación aconsejó al comandante italiano variar el itinerario, y en vez de dirigirse a Dakar, según lo fijado, puso proa al puerto de San Vicente, en las islas del Cabo Verde. Al pasaje se le explicó que el cambio de rumbo obedecía a la necesidad de cargar carbón, pero fueron muchos los que comprendieron que eso no pasaba de mera excusa y que algo andaba mal en el “Mafalda”.

En San Vicente subieron dos nuevos pasajeros, casi náufragos rescatados, con una sabrosa historia para contar a sus nuevos compañeros de travesía. Eran el doctor Luis Bulgarini y su hermana Elsa, ambos argentinos, que semanas atrás se habían embarcado en el “Matrero” con el propósito de regresar a Buenos Aires. Días después, y en medio del atlántico, estallaron las calderas del buque. El accidente tuvo dos siniestras consecuencias: dejó al “Matrero” sin medios de propulsión y arruinó de paso el equipo de radiotelegrafía, dejándolos incomunicados del resto del mundo. Así anduvieron seis días a la deriva, aterrorizados ante lo incierto de su destino, a merced de que una tormenta o un escollo terminara con ellos sin posibilidades de salvación, mientras la disciplina del barco se resquebrajaba visiblemente bajo los golpes del miedo. Finalmente un ángel salvador –que para el caso tomó la forma de buque italiano- los rescató del mar y los devolvió a San Vicente sanos y salvos.

El doctor Bulgarini narró detalladamente las horas de espanto vividas. No veía el momento de encontrarse otra vez en Buenos Aires pisando el seguro asfalto de sus calles. Pero ahora estaba tranquilo: el “Mafalda” no era el “Matrero”; ofrecía las máximas garantías al pasaje; no cabía duda de que el terror pasado en aquel no se repetiría dos veces…

Arreglada la máquina, el “Mafalda” dejó las islas portuguesas y se dirigió a las costas brasileñas, iniciando el cruce atlántico. Las vibraciones seguían; pisos, techos y mamparas trepidaban visiblemente. Las deficiencias se hicieron evidentes a los pasajeros, especialmente a los acostumbrados a navegar. En la primera clase la preocupación fue en aumento, hasta desembocar en la idea de solicitar formalmente al comandante Guli la interrupción del viaje, dirigiéndose al puerto más cercano por falta de seguridad en la nave. Dos o tres pasajeros comenzaron a reunir firmas, pero el asunto no prosperó ante la resistencia de algunos, que consideraron que aquello era un verdadero motín a bordo. Se negaron pues a dar sus nombres para un acto de indisciplina que seguramente crearía enemistades y tensiones entre pasaje y tripulación.

Simón Guli nunca supo de este conato de planteo, pero estaba seriamente preocupado por lo que ocurría en el cuarto de máquinas. Esa bendita maquinaria de babor se negaba a funcionar bien, y por momentos dejaba de hacerlo en absoluto, escorando al barco y haciéndolo zigzaguear, mientras perdía velocidad. Todo se trataba de llegar de una vez a destino. Por lo menos ya estaba frente a las costas americanas y navegaban hacia el sur bordeando las playas brasileñas. Naturalmente no llegaría a Río en la fecha prevista, 25 de octubre; con buena suerte estaría allí el 26 ó 27.

El 24 estaba a la altura de Porto Seguro. El mismo día, y mientras el “Mafalda” navegaba a velocidad reducida, pasó a cierta distancia, y en la misma dirección, el “Alhena”, carguero holandés con unos pocos pasajeros, que se dirigía de Rótterdam a Buenos Aires. Pronto se adelantó al buque italiano y se perdió hacia el sur. En tanto el comandante Simón Guli se concentraba en el rumbo de la nave. Pronto enfrentarían las peligrosas costas de Abrolhos.

Hacia 1920 corrió la voz de que el “Mafalda” se había hundido en Abrolhos tras chocar con una roca. Como el buque italiano navegaba por las cercanías, el asunto era tan verosímil que por un momento se lo dio por cierto. Pero no era así. El hundido era un pequeño carguero, casualmente también llamado “Mafalda”. Fue una finta del destino antes de arrojar el zarpazo siete años después.

El 25 de octubre de 1927 el “Principessa Mafalda” navegaba ocho millas mar afuera de Abrolhos, distancia perfectamente segura. Era un día espléndido, de sol radiante, suave brisa y mar en calma. Tal vez por eso simón Guli ordenó aumentar la velocidad del buque. Pronto fue visible la silueta del “Alhena”, y a las 1510 el italiano dejaba atrás al holandés. El capitán Smoolenaars, acodado en el puente, veía pasar distraidamente al trasatlántico, cuando algo en su conciencia de marino le señaló que aquel buque no andaba bien; entonces observó que no marchaba en línea recta sino sinuosamente, y que el casco estaba ligeramente inclinado a babor. Como la anormalidad no parecía molestar la navegación del barco, Smoolenaars no pensó más en el asunto y se dedicó a sus propios problemas.

Atardecía. El hermoso día se desintegraba en un luminoso, tibio fin de jornada, con la majestad de un cielo despejado y un espejo marino de cambiantes colores, que solo la belleza de un mar tropical puede ofrecer. De la tercera clase ascendían alegres coros de inmigrantes, cantando su alegría con acordeones, guitarras y danzas. En los salones de primera la orquesta tocaba aires populares y la gente joven bailaba con entusiasmo. Otros pasajeros leían en cubierta, jugaban a las cartas o tomaban una copa en el bar, a la espera de la cena, ya inminente. En los comedores los camareros tenían las mesas listas, los cocineros daban los últimos toques y ya se disponía a hacerse el primer llamado para cenar.

Ocurrió de pronto, hacia las 1900, un extraño ruido sacude el barco. La estructura se estremece espasmódicamente y el “Mafalda” queda bruscamente detenido en el mar. Estupor general. Los coros de tercera calla. La orquesta se detiene en medio de una pieza, los músicos quedan en suspenso, las parejas se separan desconcertadas- Por un momento nadie habla, todos se interrogan con la mirada. Luego estallan los comentarios; algunos corren a ver que pasa; otros formulan alarmantes preguntas. En los salones de primera aparece rápidamente el primer oficial, Moresco. Todos confían en él y el marino les explica serenamente que ha surgido un desperfecto en las máquinas que obliga a detener la marcha. No hay peligro inmediato. E invita a los pasajeros a continuar con sus entretenimientos. Dirige una seña a la orquesta y ésta rompe en un torbellino de notas alegres y movedizas. Los pasajeros obedecen y vuelven a lo suyo. Muchos entran al comedor, dispuestos a diluir la espera con una buena cena.

En segunda clase la nerviosidad es mayor y en tercera la alarma casi se palpa. Los oficiales explican y tratan de calmar, mientras el comandante Guli reúne datos concretos sobre el accidente sufrido por el “Mafalda”. No tarda en tenerlos: se ha partido el árbol de la hélice izquierda, que en esos momentos giraba a 92 ó 93 revoluciones por minuto. Las enormes palas continuaron el movimiento giratorio al desprenderse, chocaron con el casco y abrieron un enorme desgarrón en las planchas metálicas, por donde en esos momentos se precipitaba el agua dentro del buque.

Guli ordena parar las máquinas, disminuir la presión de válvulas y apagar las calderas. Pese a lo serio de la avería, el comandante italiano cree estar en condiciones de solucionar el problema en unas horas, para al día siguiente seguir rumbo a Río. A pesar de ello, y como medida precautoria, ordena iniciar las tareas de salvataje y pedir auxilio por radiotelegrafía.

Lúgubremente suenan las sirenas alertando a la tripulación para preparar botes y salvavidas. Nuevamente Moresco corre a explicar a los pasajeros de primera que se trata de una simple precaución, que a lo sumo todo se reducirá a trasbordar a las mujeres y a los niños en otros buques, en tanto duren los arreglos de la nave. Precisamente hay dos a la vista del “Mafalda”, pronto estarán a su lado y todo no pasará de una pequeña aventura. Los pasajeros aceptan la explicación y no se apuran mucho. Casi todos vuelven al comedor.

Abajo los tripulantes trabajan afanosamente por cerrar la brecha del casco. Chapas de hierro, cemento, se fueron aplicando contra la abertura. Por un momento pareció que el daño sería subsanado y todo peligro aventado, pero la enorme presión del agua embarcada pudo más que los esfuerzos de los marinos. Una de las planchas laterales cedió violentamente, como si fuera de cartón, y una avalancha de agua arrastró trabajadores y trabajo, deshaciendo en un segundo la tarea. Un torbellino de furia y espuma comenzó a inundar la sala de máquinas. El “Principessa Mafalda” estaba perdido. Guli lo comprendió inmediatamente y ordenó acelerar las tareas de salvamento. Posteriormente algunos pasajeros –sobre todos los resentidos por el susto pasado y en busca de algún chivo emisario- lo acusaron de haber retardado las tareas de salvamento. No es cierto. El comandante italiano ordenó los preparativos y mandó pedir SOS cuando aún creía posible salvar su barco.

Incluso ante la nueva situación, Guli consideró que había tiempo sobrado para sacar con vida a todo el mundo. El “Mafalda” flotaría varias horas, las suficientes para que no hubiera víctimas. Ordenó cerrar todos los ojos de buey y allí apareció la primera fisura: algunos marineros desobedecieron o cumplieron a medias la orden. Muchos quedaron abiertos. Pronto entró por ellos el agua a raudales, acelerando el hundimiento.

Anochecía. El aire, que se deslizaba suavemente, se torna brisa fuerte. El oleaje, hasta entonces tranquilo, se encrespa ligeramente. Sombras, viento, gritos de órdenes, silbatos, rechinar de las roldadas de los botes salvavidas… todos factores que alimentaron el creciente miedo, que va tornándose en pánico. El buque se hunde de popa muy despacio, pero la escoración a babor se acentúa rápidamente, hasta hacerse sensible para todos. Los objetos colgados sobre mesas, muebles y anaqueles, se van deslizando, caen y ruedan por el empinado suelo, cuando no se estrellan con estrépito, aumentando la inquietud general.

El problema principal lo ofrecieron los pasajeros de tercera. Allí se apretujaban acongojados 616 italianos (en su mayoría oriundos de la provincia de Macerata), 118 sirios, 50 españoles, 38 yugoeslavos, 2 austríacos, un húngaro, un suizo, un argentino y un uruguayo. ¿Cómo hacer para entenderse en esa Babel donde todos gritaban y nadie escuchaba? Fue una tarea superior a la fuerza de los oficiales. El salvataje, que había comenzado bien y ordenadamente, se desarticuló en un abrir y cerrar de ojos. Los despavoridos inmigrantes se desbandaron, desbordaron toda vigilancia, invadieron las otras cubiertas y sembraron el pánico a su paso. Para colmo, y por disposición de la compañía, los oficiales tenían prohibido portar armas, que en ese momento le hubieran sido preciosas. Sin poder coercitivo alguno, sin ser escuchados por nadie, fueron arrastrados por el torbellino humano. Algunos de ellos lloraban de impotencia, pidiendo a gritos esas armas que les permitirían poner un poco de orden en el pandemonium.

Los botes salvavidas estaban a medio bajar cuando hasta ellos llegó la marea de cientos de inmigrantes. Atropelladamente se arrojaron sobre ellos, tropezando entre si, zambulléndose unos encima de otros, hasta colmar la capacidad de las frágiles embarcaciones más allá del límite de seguridad. Así fue como algunos de esos botes se hicieron pedazos al tocar el agua, cayendo al mar racimos humanos que rapidamente desaparecieron bajo la superficie. También, y como suele ser tan desgraciadamente frecuente en los naufragios, en ese momento de emergencia suprema se descubrió que los botes no estaban en óptimas condiciones para un salvataje: costó mucho bajar algunos, otros hacían agua y no faltaron los que se mostraron incapaces de flotar. Finalmente y para completar el cuadro, pronto fue evidente que no alcanzarían para embarcar al millar y pico de personas que llevaba el “Mafalda”.

Junto a cada bote salvavida se desarrollaba una feroz lucha por ganar un lugar. Pocos conservaron la serenidad, y entre ellos se contaron el cabo Santororo y el conscripto Bernardi. Tan pronto como sonó la sirena de alarma, dejaron de ser plácidos pasajeros y recuperaron plenamente su condición de marinos, con un deber que cumplir. Ambos se presentaron al capitán Guli, se dieron a conocer y se pusieron a sus órdenes. Incorporados así a la tripulación italiana, los dos muchachos se entregaron a la tarea. No pudo estar mejor representada la marina argentina en esa hora de desgracia.

El pánico seguía en ascenso, incontenible. A la tercera se plegó la segunda clase. En cuanto a la primera, que hasta el momento conservara la calma, cuando intentó ponerse a salvo se encontró bloqueada por las otras dos. Para colmo, el miedo –ese pegajoso y ubicuo enemigo- ganó a la tripulación. Santororo alcanzó a ver tripulantes luchando a brazo partido con los pasajeros para ocupar los primeros botes. Pero también encontró hombres cabales. Pegado a un oficial de apellido Camppalupi, ambos colaboraron activamente en el rescate, y el cabo argentino jamás olvidaría en su vida el despliegue de heroísmo de que hizo gala el oficial italiano.

Simón Guli, conservando una pétrea impasibilidad externa, dirigía enérgicamente el salvataje. Desde el puente y usando un megáfono, daba órdenes con voz firme y serena. Pero por dentro el drama crecía. Sus cálculos no se cumplían y el “Mafalda” se hundía mucho más rápido de lo calculado. La instalación eléctrica del buque se debilitaba, amenazando dejarlos a oscuras; funcionaba mal el equipo radiotelegráfico; el agua amenazaba llegar a las calderas y provocar una explosión en la que volaría todo, buque y pasaje. ¿Qué esperaban las otras naves para acudir en su auxilio?

Encerrado en su cabina, el radiotelegrafista Luis Reschia no cesaba de insistir: “Vengan todos. Vengan pronto”.

Dos barcos recibieron de inmediato el primer SOS del “Mafalda”. Ambos estaban a la vista, si bien distantes, y pusieron proa hacia el buque italiano. Eran el “Alhena”, que navegaba a babor del “Mafalda”, y el “Empire Star”, nave inglesa que bordeaba a estribor del trasatlántico, con destino a Londres. A 36 millas de distancia captó el llamado el “Mosella”, de bandera francesa, que iba de Río de Janeiro a Burdeos. A 30 millas del “Mafalda”, el inglés “Rosetti”, que navegaba de Buenos Aires a Liverpool, recibió un llamado del barco “Rugby”, de la misma bandera, informando del pedido de auxilio de la nave italiana. Dennison, capitán del “Rosseti”, ordenó cambiar rumbo y dirigirse al lugar del siniestro. También captó el SOS el francés “Formose”, que marchaba de Génova a Buenos Aires; incluso el “Avelona”, que cubría el trayecto de Buenos Aires a Londres y se hallaba muy distante, a 288 millas, recibió el pedido por intermedio del “Empire Star”, y su capitán no titubeó en marchar a toda prisa hacia el “Mafalda”.

El primero en llegar fue el “Alhena”, que paró máquinas a 400 metros del “Mafalda”, derivando luego hasta aproximarse a menos de cien metros. Los pasajeros del buque holandés ya se habían puesto a las órdenes del capitán Smoolenaars para ocupar puestos auxiliares y dejar más tripulantes libres para el salvataje. El agua aparecía llena de náufragos debatiéndose desesperadamente; unos nadaban trabajosamente, otros flotaban asidos a maderos; se veían botes atestados de genete y con racimos humanos aferrados a las bordas; varios de ellos volcaron aumentando la sensación de angustia que pesaba sobre el lugar. Los oficiales y marinos holandeses bajaron los botes y remaron vigorosamente; incluso algunos impacientes ante ese cuadro de horror, se arrojaron al agua y nadaron a largas brazadas para salir al encuentro de los náufragos.

Smoolenaars fue el único hombre de la tripulación que quedó a bordo del “Alhena”, auxiliado por los pasajeros convertidos en excelentes voluntarios. El comandante holandés veía con horror lo que pasaba ante sus ojos. No recordaba haber visto nada tan espantoso. Desde el uente fue testigo de cómo un náufrago casi exhausto lograba aferrarse a uno de los botes salvavidas. Tras ese hombre se debatía, más que nadaba, un muchacho de unos quince años, que en el límite de las fuerzas se le abrozó a una pierna. El náufrago, al sentirse arrastrado bajo la superficie, se afirmó en un supremo esfuerzo al bote y con la pierna libre asestó un feroz puntapié al rostro del muchacho, que desapareció bajo las aguas.

Pero también vio algo que conmovió su fibra de marino. Allá en el puente del “Mafalda”, erguido y sereno, impecable en su blanco uniforme, el capitán Guli dirigía el salvataje con el tranquilo aplomo de un hombre que está más allá del miedo y la desesperación. Cuando el comandante italiano distinguió al otro buque pareció serenarse más aún. Extrajo un cigarro y lo encendió parsimoniosamente. ¿Bastaría el auxilio del “Alhena”? Seguramente no, para ya junto al “Mafalda” se destacaba la silueta del “Empire Star”.

Si espantoso era lo que ofrecía la superficie del mar, más terrible era lo que ocurría en las entrañas del “Mafalda”. La magnitud del pánico asumía caracteres infernales. Scarabacchi, jefe de máquinas del buque condenado, se descerrajó un tiero en la sien. Cuatro oficiales que intentaban salvarse, olvidados de su deber, tomaron unos salvavidas y se dirigieron a cubierta. Fueron interceptados por una marea de pasajeros enloquecidos de terror, que al hacerse cargo de lo que tramaban se arrojaron como fieras sobre ellos, despedazándolos sin misericordia. Allá quedaron cuatro cadáveres ensangrentados y cuatro chalecos salvavidas en torno a los que luchaban salvajamente seres que apenas eran humanos.

Muchos inmigrantes recorrían en patota las dependencias buque, se metían en elos camarotes de primera, en salones y depósitos, desvalijándolos concienzudamente y alzándose con cuanto objeto de valor más o menos portátil pudieron encontrar. Se habló mucho, después, de la cobardía de la tripulación. Ciertamente se dieron casos, pero donde la indisciplina estalló sin remedio fue entre los camareros, mucamos y personal auxiliar, que disputaron a los pasajeros la primacía en salvarse. Téngase presente, empero, que una oficialidad desarmada es impotente para hacerse respetar en medio del pánico.

Pronto dejaron de funcionar los generadores eléctricos del “Mafalda”, que de una luz mortecina pasó a una oscuridad completa. La noche caía sensiblemente y la visibilidad disminuía por minutos.

Hacia las 2015 se acercaba otro buque al lugar del naufragio. Era el “Formose”, que llegaba a toda velocidad. El comandante Allemand, sin disminuir el tren de marcha, dio orden de tener los botes salvavidas listos y con sus dotaciones a punto para bajar. Estaba decidido a acercarse lo más posible al punto del siniestro, y lo cumplió de manera atrevida. La nave francesa entró en escena raudamente, se aproximó al “Mafalda” y con una maniobra precisa, matemática, que dio prueba de la destreza de Allemand, giró apretadamente trazando una curva a solo veinte metros de la proa del “Mafalda”. Tan pronto como el “Formose” quedó quieto en el agua, sus botes estaban en el mar y las palas de los remos se hundían rápidamente en busca de los náufragos.

Lo que vio el capitán Allemand lo alarmó seriamente: toda la popa del “Mafalda” estaba sumergida, la proa emergía del agua y gran cantidad de genete se apretujaba en cubierta. También distinguió al capitán Guli, que saludó su llegada agitando la gorra en el aire.

A pesar de la afanosa rapidez del salvamento, el agua seguía repleta de gente. Más tarde, y sobre todo en los primeros días, se hablaría mucho de bandadas de tiburones y de considerable número de víctimas devoradas por los escualos. Pasado el primer momento de sensacionalismo, varios sobrevivientes negarían rotundamente haber visto un solo tiburón.

Las últimas energías del equipo radiotelegráfico se consumían sensiblemente. Reschia insistía: “No tenemos más botes. Hay que efectuar el salvamento de los quinientos pasajeros restantes”. ¿Qué pasaba con los botes del “Mafalda”? A medida que se fueron acercando los buques de rescate los botes de la nave italiana se dirigieron hacia ellos, pero una vez trasbordados los pasajeros, los tripulantes se dispensaban de regresar al “Mafalda” en busca de otra tanda, soltaban los remos, trepaban a la cubierta y se ponían a salvo, desentendiéndose de los demás. Allá quedaban los botes salvavidas, meciéndose vacíos e inútiles, mientras medio m9illar de personas quedaban libradas a su suerte en la cubierta del buque condenado.

Como el fin era inminente, lo más aconsejable era arrojarse al agua para ser rescatados por los botes salvavidas, pero la mayoría se negaba instintivamente a caer en el negro abismo que espejeaba abajo. La acción de los botes salvavidas fue por demás arriesgada, se acercaron hasta tocar la cubierta inclinada del “Mafalda”, que en cualquier momento podía darse vuelta. En oportunidades los remos se metieron por los abiertos ojos de buey de la borda hundida, y mientras los botes iban y venían, las grandes sombras de los buques con las máquinas detenidas derivaban por las inmediaciones. El “Alhena” llegó a acercarse hasta quince metros del “Mafalda”. Dada la marcada escoriación del buque italiano y la poca visibilidad, la situación era peligrosa para la nave holandesa, por lo que el capitán Smoolenaars adelantó su buque, cruzó por delante de la proa del “Mafalda”, cada vez más levantada, y se detuvo al otro lado, menos arriesgado para su propia seguridad.

En permanente contacto con el “Mafalda”, el radiotelegrafista del “Mosella” notó que el equipo del buque italiano se debilitaba hasta hacerse inaudible. Pasó entonces a comunicarse con el “Formose”, que en ese momento se acercaba al lugar del naufragio, y luego con el “Alhena” y el “Empire Star”, que ya se encontraban recogiendo náufragos. Los últimos minutos del buque italiano se consumían aceleradamente. En medio de una total oscuridad continuaba el salvataje. El “Mafalda” carecía de energía eléctrica, no había luna y los otros buques debieron encender sus reflectores para enfocar la nave condenada o barrer la superficie del agua en busca de náufragos.

Era urgente dejar la cubierta del “Mafalda”. Al hundirse succionaría a los que restaran en ella. Carlo Longobardi, contador de la nave, llevaba varias horas ayudando al salvataje y gracias a él muchas personas sobrevivieron al desastre. Trabajó incansablemente hasta comprender que solo le quedaban unos minutos para ponerse a salvo. Fue de los últimos en abandonar la nave. El camarero Sadinas fue otro que imitó la actitud de Longobardi. Los dos médicos del “Mafalda” tuvieron un comportamiento ejemplar y fueron de los últimos en irse. El doctor Giusepe Lellis, de 29 años, luchó hasta el agotamiento y se arrojó al agua en los últimos segundos, y fue recogido por un bote del “Formose”, y su primer cuidado fue presentarse al capitán Allemand para seguir ayudando en el salvamento. El otro médico, de sesenta años de edad y de apellido Figarolli, fue recogido del agua por un bote del “Alhena”, y era llevado a lugar seguro cuando, repentinamente, recordó que había dejado unos valores en su camarote. Creía que aún tenía tiempo de ir en su busca, trataron de disuadirlo pero en vano, se arrojó al agua, nadó hasta el “Mafalda”, trepó a cubierta y se perdió en la confusión del buque: nunca más se lo volvió a ver.

El radiotelegrafista Luis Reschia y su segundo Boccardi, recién abandonaron el equipo cuando dejó de funcionar en absoluto. Hasta entonces cumplieron con su deber impávidamente, despertando la admiración de los colegas de las otras naves. Ya era tarde para salvarse, y seguramente perecieron al lado del capitán Gulli.

De pronto todo terminó tan rápido que pasó como un sueño de pesadilla. Simón Gulli pareció presentir el fin de su buque, arrojó lejos el cigarro que fumaba, estalló en su garganta un ¡Viva Italia! Y llevándose a los labios el silbato de órdenes dio dos largas y penetrantes pitadas, que resonaron en la noche. Aún los ecos no se habían acallado cuando un sordo bramido y un espumar de olas en torno al “Mafalda” señaló el estallido de las calderas. Una vaga humareda envolvió al buque mientras un crepitar de vigas y mamparos destrozándose como si una mano gigantesca las estrujara, indicó el incontenible avance de las aguas. La proa apuntó al cielo, y un instante después el océano succionaba al “Principessa Mafalda”. Donde estuviera, quedaba un borboteo, espuma, nada.

El salvataje continuó a medida que avanzaba la noche, mientras que a bordo de los buques de rescate se atendía a los sobrevivientes (el “Alhena” rescató 531, el “Empire Star” 180, el “Formose” 200, el “Mosella” 22 y el “Rosetti” 27). A la una de la mañana del 26 de octubre el “Alhena” fue el primer buque en dejar el lugar. Dos horas depués llegó el “Avelona”, tras navegar casi 300 millas, y los brasileños “Bagé”, “Ayurnoca”, “Manaos” y Purós”, quien no recogieron ningún sobreviviente.

La noticia del naufragio del “Principessa Mafalda” repercutió dolorosamente a ambos lados del Atlántico, pero fundamentalmente en Londres, donde estaban radicados todos los seguros del buque, y el desastre hizo temblar la Bolsa de Seguros Marítimos de esas ciudad.

En Buenos Aires la Navigazione Generale Italiana dispuso la inmediata partida del “Duca degli Abruzzi” hacia Río de Janeiro en busca de los náufragos por cuenta de la compañía.

Aunque nunca se conocieron las cifras exactas, se calcula que en el naufragio perecieron 386 personas (107 tripulantes y 338 pasajeros), de un total de 1255 que iban a bordo (968 pasajeros y 287 tripulantes). La mayoría de las muertes pudo ser ocasionada porque las personas se rehusaron a dejar el barco italiano, aun sabiendo del peligro que corrían. El temor a arrojarse al mar, por el motivo que fuere, determinó el destino trágico de muchos.

Santororo y Bernardi

El conscripto Bernardi, ex-tripulante de la fragata ”Sarmiento”, se portó heroicamente salvando muchas vidas. En su último minuto en el barco, cuando la alternativa era arrojarse al mar o hundirse con aquella mole herida de muerte, vio que un anciano vacilaba sobre la cubierta y le entregó su propio cinturón de corcho. Después, Bernardi sufrió un espantoso fin.

El buque tardó menos de 3 minutos en hundirse. Bernardi, Santoro y otras 9 personas quedan agarrados a una escala de desembarco, durante media hora. Abajo, esperan los tiburones... Están a 300 metros del barco “Mosella” e intentan llegar a nado, única y última perspectiva. Sólo llegan Santoro –extraordinario nadador y de una resistencia física increíble- y el conde italiano Vicario Giúdici. Los restantes, incluido el héroe de 20 años, el conscripto que quería la vida y renunció a vivir por cumplir con su deber, eran abatidos por los tiburones, en una muerte horrible. A ese héroe de verdad, la Patria lo evoca con emoción y gratitud.

La Armada, en homenaje a este héroe argentino instituyó, en 1976, el día 25 de octubre como “Día del Conscripto Naval”, descubriendo un busto del mismo en la Base Naval de Puerto Belgrano. La entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires impuso el nombre de Conscripto Bernardi a un pasaje que llega hasta la Avenida Juan B. Justo en el barrio de Vélez Sarsfield, entre Floresta y Villa Luro.

El domingo 23 de octubre de 1977 –dos días antes del cincuentenario del célebre naufragio- falleció en Buenos Aires uno de los sobrevivientes del hundimiento del “Principessa Mafalda”. Se trataba del suboficial principal de la Armada Argentina Juan Santororo. Una semana después del hundimiento, un enviado del diario argentino “La Nación” lo había entrevistado en Montevideo: "Un día antes –dijo el cabo Santororo- se dijo a proa y a popa que el buque hacía agua. Pocos momentos después se hizo un simulacro de salvamento. Y llegó el naufragio. Cuatro golpes formidables, un mazazo gigantesco en que parecía que habían tomado parte todos los elementos. Se quebró el árbol de una de las hélices y ésta se vino hacia atrás, en tanto que el trípode giraba hacia la derecha, abriendo un rumbo en la popa". Más adelante, contó Santororo: "Mi primer pensamiento en ese momento fue salvarme. Pero me acordé que era marino argentino y me presenté al comandante poniéndome a sus órdenes. Me puse a salvar a las mujeres y a los niños. A la hora y media se hundió el buque. Alternativamente, nadaba y me aferré a la borda de una lancha, hasta llegar al 'Mosella’". Y termina el conmovedor reportaje: "Pedí una lancha para ir en busca Bernardi, a quien había visto hacer prodigios de valor a bordo y luego en el agua. Se accedió a mi pedido y lo busqué, pero inútilmente".

Ambos fueron condecorados por el gobierno argentino y el gobierno italiano.

2 comentarios:

Mina Sousa dijo...

donde puedo sacar informacion del barco o de los sobrevivientes? yo conozco la historia de uno, pero ya es fallecido

Anónimo dijo...

Mi más admiración y respeto a todos los pasajeros y tripulantes del Principessa Mafalda, como así también a sus familiares.
Me pongo de pie y en un inemnso silencio, me saco el sombre y aplaudo incansablemente por todos y cada uno de ellos. En este humilde homenaje....................
FELICITACIONESSSS Pablo!!!!
Besos y abrazo grande.
Kari. (Buenos Aires, Arg.)